Ejercicio colectivo: Songs for distigue Lovers

Comment te dire adieu

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Autor: Fabio R. de la Flor


La llamé Dora desde el principio. Así me la presentaron. Yo no hablaba japonés y ella había aceptado el sobrenombre, como se acepta esa coletilla insidiosa y perenne que exclama todo el mundo al ver tu carné de identidad: «pareces un terrorista». Te ríes de mala gana, lo entiendes y rápidamente pasas a otra cosa mariposa (otra coletilla, posiblemente del mismo año en el que pusieron por primera vez los carteles de etarras en las estaciones de autobús).
La conocí en la fiesta de un amigo, un amigo vasco y mariposa, para más INRI (siglas con las que por mucho que lo piense, jamás me saldrá un acróstico serio). Yo tomaba el cuarto Gin Tonic y ella un dedo de cerveza con diez manos de gaseosa. Cuando acabé el vaso ella me pidió que le diese la rodaja de limón. Ese gesto tan repulsivo de meter los dedos en el alimento de otro (que lo hace mucho un camarero de mi pueblo cuando sirve los platos de sopa con medio pulgar dentro) se convirtió en mi sensación de la noche. Aflojó su moño sacando dos palillos lacados y con la rapidez de una cobra me quitó el limón, un hielo, el cigarrillo que tenía en los labios y luego el aliento con un beso. A mí los movimientos rápidos siempre me han jodido un montón, a no ser que desencadenen algo totalmente inesperado (confieso que veo el programa de Arguiñano para ver si la celeridad con que corta los pepinos se mantiene alguna vez hasta el metatarso). Y aquel beso sí fue una sorpresa, por el beso, claro, y porque desencadenó una auténtica catarata de pelo liso que cubrió su espalda y parte del sillón donde estábamos sentados. A mí la combinación de pelo y labios nunca me ha gustado, por eso Dora me encantó, pues ambas cosas estaban lo suficientemente separadas la una de la otra. Aquella noche nos besamos tanto que acabé con los morros cargados de electricidad estática. Dora conocía todos los monosílabos del diccionario español, así que nuestra relación durante el primer mes fue intensa, absoluta, irreductible. Nos reíamos y nos besábamos, nada más, sólo eso, tan solo eso. Comencé a desechar la noción de amor que había aprendido en los poemas y en las películas y comencé a adoptar la de los Teletubbies. La trascendentalidad de los momentos dejó de pertenecer a oscuros rincones del sentimiento y se difuminó en el aire que respirábamos. Todo adquirió la consistencia de la nebulosa, de lo insustancial, de lo etéreo y translúcido pero atenazante, ambiental, atmosférico. Fue como si nuestros cuerpos desnudos nadasen en una piscina de algodón. Fue un mes de paseos al lado del río, paseos por la ciudad antigua, paseos por el arrabal, paseos de acompáñame a comprar tabaco, no ve tú que no me apetece, venga tonta, bueno vale.
Luego ella se fue a Tokio, según decía, a ver a su familia. Pero yo siempre pensé que era para poder comer pescado fresco con un poco de dignidad. Aquí en la península esos productos escasean. Días interminables sin oler su pelo. Fue como descender los siete infiernos de Dante pero rapelando con cuerda y arnés. Fue acostarme llorando y levantarme llorando, a las 8 a.m. concretamente. Así durante una semana. Luego llamó. Al otro lado del teléfono se oyó
- Ven ya
- ¿Dora?
- Sí
- ¿Eres tú?
- Sí que sí que.
- ¿Quieres que vaya?
- Sin ti no soy yo, soy un pez sin mar, un Dios sin ser, flor sin luz, voy sin ton ni son. La sed de ti es muy. (Uno comprende con el tiempo que el amor no es esdrújulo y que todo se puede decir con monosílabos, igual que todos los besos del mundo pueden caber en una bañera. No hay tamaño para esas cosas).
Quedamos en vernos en el meeting point del aeropuerto de Tokio el 25 de junio, a las 18:05. Comprando el billete con sólo una semana de diferencia me gasté el dinero de la universidad de mis hijos (medida económica americana plenamente aceptada y cuya equivalencia española es "un Congo"). Traté de buscar por todos los medios el trayecto aéreo de España a Tokio, pues todas las noches me asaltaba la pregunta de si tiraríamos hacia la izquierda o hacia la derecha. Mi estómago es delicado y aunque los Gin Tonics no le afecten, sí lo puede hacer el efecto Coriolis.
La azafata tenía pintados los ojos con los colores de la compañía aérea. La sopa liofilizada estaba de rechupete. Casi consigo que me dejen ver la cabina y que me den una piruleta. Yo en el aire soy como un niño. Un niño bastante cabrón, como se pudo comprobar en el vómito del pasillo.
Llegué con media hora de adelanto al punto de encuentro y me puse a leer a Proust. Cuando llevaba diez hojas en las que el personaje se ha abrochado el cinturón, levanté la vista y la vi. Y tres pasos más allá, la vi también, Y la vi tomando noodles en la cafetería, y la vi despachando billetes, y también salía del baño, y Dora subía por las escaleras mecánicas, y otra Dora bajaba, y había una Dora pasando una pulidora, y una Dora con cinco maletas de equipaje, y una Dora con un caniche horrendo. Había muchas Doras, tantas Doras, demasiadas Doras, todas Doras, todas iguales.
Aquello, lejos de identificarlo como una paranoia visual motivada por un sentimiento eufórico de deseo, de afecto, de necesidad y de querencia, vino a sumirme en una de las más deplorables incógnitas que han socavado el espíritu humano desde que el hombre es hombre y a ti te encontré en el rastro.
La incertidumbre de no saber por qué cojones se hace lo que se hace.
Si el objeto de todos mis desvelos, si la persona por la que sentía un amor que podría cuantificarse en campos de fútbol (medida televisiva utilizada para saber las hectáreas de terreno calcinado, la cantidad de espacio que ocupan todos los veraneantes en la playa de Benidorm y la suma de superficie arrasada del Amazonas), si lo que yo indentificaba como único no era en absoluto identificable, ¿qué coños hacía yo allí, sin saber qué buscar, y sin saber siquiera si ya lo había encontrado?
Agarré la mochila de mano, el tomo de Proust que pesaba como un armario ropero lleno de naftalina, me di la media vuelta y comencé a andar por aquel pasillo abrillantado, viendo mi demolido reflejo entre los huecos que dejaban los pies de la muchedumbre y los bólidos Sansonite.
Las cámaras de circuito cerrado debieron de captar cómo mi patética figura se desvanecía errabunda entre la masa cinética de viajeros. En el hilo musical sonaron primero unos golpes de percusión, luego entró el bajo, luego los platos de batería y finalmente la voz de Françoise Hardy sin saber exactamente comment te dire adieu.


3 Responses to Comment te dire adieu

  1. Anónimo Says:
    El de Fabio también lo leí hace unos meses en su blog. Me flipó entonces y supongo que me gustaría si lo volviera a leer. Pero no lo he hecho. En su momento me noqueó. Y no bromeo. Hijo de perra cómo me moló.
  2. Anónimo Says:
    Fabio: tu cuento es lo más divertido que he leído en mucho tiempo. Gracias por la sonrisa y por tus doras.
    L.
  3. la chica de las biscotelas Says:
    es genial! me imagino la carita del tipo con el momento japaneis y me parto! jijijiji!

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