Ejercicio colectivo: Songs for distigue Lovers

Love In a Trashcan

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Autor: Lorenzo Soto


“Cuando para mi eran los trigos viviendas de astros y de dioses
y la escarcha los lloros helados de una gacela
alguien me enyesó el pecho y la sombra
traicionándome.
Ese minuto fue el de las balas perdidas
el del secuestro, por el mar, de los hombres que quisieron ser pájaros
el del telegrama a deshora y hallazgo de sangre
el de la muerte del agua que siempre miró al Cielo”


Ahora pasa las tardes de lluvia intentando ordenar los viejos vinilos, mientras Dora se pinta las uñas de los pies. Hace tiempo que no sale. Para ella, caminar por las calles se ha convertido en un despeñadero de ilusiones, una cruel crónica de hechos reales que hacen tambalear los actuales momentos felices.
El dolor que siente en tantas noches solitarias no se puede asir ni al hombre de los ojos mas grandes, compañero de nombre hermoso y palabras misteriosas.
Pero el descanso ayuda.
Es un punzamiento que no se mitiga con recuerdos. Sin duda fue una vida injusta, plena de paseos y repicar de tacones en calles empedradas.
Ella quisiera que desaparecieran todos los lugares a los que fue arrastrada, que no hubiera más tazas de café con el sabor de sus labios ni más canciones para odiar.
Que todas las tardes se volviesen aburridas, que nadie mas la abrigase al salir de los bares, que desapareciese cada pequeño minuto, que colgasen, realmente, al DJ.
Para ella caminar por las calles hasta el Cais do Sodré sería hoy desolación, arrastrarse mirando hacia el parque. Allí aún juegan los perros.
Conoció a Dora a través de su gran cuaderno azul. Todas las noches, antes de acostarse, escribía en él unas cuantas líneas, tal vez como desquite de lo que pudo ser y no fue, como terapia para exorcizar todos los pensamientos con los que se torturaba cuando se acostaba temprano y se quedaba, sola, a oscuras con ella misma y con el mundo.
Hubiera sido imposible acceder a sus sentimientos sin pasar por aquel gran montón de papeles amontonados. Tal vez, sin conocerla, podría imaginarla, como se dibuja o conoce a un personaje literario. Tal vez hubiera podido bucear también en su fondo, enamorarse sin ver sus rasgos ni sus ojos.
Encadenó noches insomnes hasta aquel marzo en que saltó de la cama, rumbo perdido.
Cada una de las veintitrés oscuridades anteriores había subido a la atalaya, en busca del olvido de todo aquel gran problema y de que el Cantábrico excéntrico trajera una nueva ilusión. Como una enorme mancha en la oscuridad azotaba las rocas.
Pensó por un momento que esa misma sombra negra que congelaba su mejilla era la misma que, disfrazada de verde, bañaría sus muslos en Itxurun, cobijando su cuerpo como los brazos de una madre.
Quiso cambiar la soledad blanca por la multitud de unos brazos y descendió hasta el club.
Harta de mandar cartas desde distintos rincones, quiso morir en el calor del amor fugaz.
Entró por la puerta principal, con su ajustado traje rojo, descubriendo su enorme tatuaje, escondido en el último suspiro de su espalda. El rumor del exceso escapaba a través de los grandes ventanales.
La primera bocanada fue de calor, en una mezcla casi lisérgica de sudor, alcohol y tabaco barato. Entre mil cabezas danzantes, ritmos de acid jazz para cuerpos imposibles.
Se dirigió decidida a la tarima central. En un baile hipnótico se recreaba el chico del mostrador de Vinyl Experience.
Tantos años después sintió en su interior el bajo que dicta el ritmo en Another one bytes the dust, el riff de guitarra de siete naciones armadas y desacompasadas. Su corazón se volvía loco al comprobar que estaba allí.
En aquella ciudad todo le había parecido falsedad excepto él. Era el abrazo largo de los cómics y su olor, las páginas pegadas para disimular las miradas furtivas, el final de sus excursiones a la tienda de la Rua de Loreto en busca de droga vacua y vinílica.
Descendieron un piso y salieron a la terraza. Aquello era diferente, sonaban canciones más propias de un funeral, como Build de los Housemartins. Canciones para poner en días tristes, no en ese momento, en el que el calor del alcohol eliminaba todo pensamiento.
Todo era alegría en un reencuentro a tantas bandas excepto para su cabeza.
Miró sus labios. Fijamente. Tal vez decir una palabra mas sería como volver a jugar al póker con dados, como aquella tarde en la arena de Cortadura, o volver a los días nublados y confusos en los que perdía siempre en la prórroga, a punto de llegar al final.
Un pequeño catálogo de frustraciones con fecha de caducidad.
Despacio. Poco a poco se acercó a sus labios. Wet your lips when you´re falling in love, recordó a Terence. Dora sabía que el ritmo cardiaco era una base de funk, que sus brazos torpes buscaban la rozadura ardiente de otros brazos torpes.
Y se besaron.
Fue un minuto largo, que dio paso a otro minuto y a otro más. Un beso de cine antiguo, de cine de barriada que se convirtió en un beso prohibido, de exilio.
De repente Dora se sintió como Maria con Tony agonizante en sus brazos, sintió la desesperación del que ve pasar la vida desde un punto exterior.
Luego el tiempo, hizo el resto. Una vez leí que todas las historias deberían terminar mal puesto que intentan ser (fieles a la realidad o a la imaginación) un trozo de vida, y esta, esta siempre acaba mal, con la muerte. Por eso tal vez ahora suspira junto a él, viendo los días pasar, recordando en almíbar. Y mientras existan tardes lluviosas que certifiquen su afán de supervivencia, solo le quedará una certeza: su amor real fue en un basurero.


2 Responses to Love In a Trashcan

  1. Anónimo Says:
    gracias a ti.
  2. Anónimo Says:
    Podría tratarse de una broma, pero no lo es. El marco es verídico, la historia es real. Una coincidencia más, tonterías de verano. Andaba sumergido en los increíbles jardines del Palacio de la Granja de San Ildefonso, acababa de dejar el "lago del Mar", de recorrer el interior de los tuneles sobre los que cae el agua de las cascadas, junto a la Casa de la Góndola; de arriesgarme a entrar al laberinto, intentando invocar a Sofia Coppola para que hiciese una mejor recreación de aquella época, a costa de jugármela con los supuestos corzos sueltos, y a punto de desembocar en el Bosquete de la Selva (aunque tiene un nombre más evocador el de la “melancolía”, un poco más adelante), cuando me cruzo con dos parejas jóvenes, una de ellas con un niño pequeño. Una de ellas de aspecto oriental, la chica muy guapa. Es entonces cuando su amiga la pregunta en inglés (posiblemente la interlocutora es española) “and can you spell your name?”.
    La chica, Yoko Ono de mi tarde (salvando las distancias y las bellezas) que toca ya a su fin, responde, alto y claro como un whisper XL: “Di – ou – ar- ei”, “Dora”…
    La miro, me mira. Nos miramos. Dora existe y no podía pasear por un lugar más adecuado.

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