Ejercicio colectivo: Songs for distigue Lovers

Something Stupid

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Autor: Txe Peligro


Ay, todas aquellas noches solitarias, noches de un otoño que estuvo nublado, volver a casa cada tarde y oír el sonido monótono del frigorífico, el goteo del grifo; pasear por todas las habitaciones y no encontrarte, al fin y al cabo tampoco te buscaba porque sabía que ya no estabas, que te habías levantado horas antes y te habías ido a todo correr, dando un portazo, comprobando después que llevabas contigo las llaves de la casa; todo para no llegar tarde a la fábrica, para trabajar toda la noche, ocho horas delante de la máquina y a fin de mes poder traer un sueldo más a casa; y sí que nos hacía falta, Paula, sí que lo necesitábamos, pero era duro tener que vivir así, recorriendo las habitaciones vacías, topándome con las sábanas revueltas y el dentífrico mal cerrado sobre el lavabo. Me gustaba imaginarte lavándote los dientes y poniéndote un poco de maquillaje, solo un poco, eres tan coqueta que hasta con el mono azul tenías que pintarte. Y después quitarme la ropa y prepararme una cena fría, algo de pan y embutido, un poco de queso, ver la televisión a oscuras, a veces sin ni siquiera subir el volumen, solo ver las imágenes proyectar su luz azulada en todo el salón, pasar el rato otra vez con las últimas declaraciones de una folklórica o mirando aburrido los anuncios de la línea erótica, los sms que mandaban los espectadores buscando algo de sexo ocasional y que casi seguro no funcionaban, así hasta no poder ya aguantar los párpados e irme arrastrando los pies como un alma en pena hasta tirarme, como si mi cuerpo fuera un saco de escombro, sobre la cama vacía.
A veces me gustaba emborracharme, bajaba a la tienda de los chinos y compraba una botella o dos de vino fuera del horario permitido –ellos ya me conocían-, intentaba hacer como si no notase tu falta, como si, en realidad, no hubiera un hueco y las cosas siempre hubieran sido así: yo en mi piso de soltero brindando al aire por la vida. Y, en algunas de esas noches, cuando perdía un poco la cabeza con el vino, me gustaba llevarme a Dora a la cama; llegaba tan borracho que ya no hacíamos nada, solo quería dormir, solo sentir una presencia a mi lado, qué buena Dora que nunca se quejaba, Dora que nunca decía nada y, aunque sabía que solo suplía tu pérdida saliendo desde el banquillo, nunca se negaba a compartir la cama conmigo y a ser mi dulce segundo plato. Así podía sentir su calor a mi lado, cerrar los ojos tranquilo y notar que justo ahí, al alcance de mi mano, en cualquier momento, yacía su cuerpo. Cuando ya se colaba la luz por las persianas Dora gustaba de despertarme con su lengua, pasándola por mi cuello o por mi mejilla, y yo entreabría los ojos y todavía perezoso la acariciaba, pasaba mi mano lentamente por su lomo, por su pelo suave, intentando percibir cada cabello con la punta de mis dedos, sentía su aroma y su aliento caliente sobre mi piel, entonces ella se tendía de nuevo, acurrucándose junto a mi, ronroneando mimosa, hasta que yo sentía una llamada secreta, un sol que nacía en mi bajo vientre y decidía tocar su sexo con mi dedo, ella enseguida tensaba todo su cuerpo, enseguida abría sus ojos verdeamarillos, sus grandes y bonitos ojos, su boca también se abría, su pequeña boca me mostraba sus dientes y su lengua como si fuera una ofrenda, e intentaba acertar con sus uñas en mi costado, transmitirme de alguna manera aquella pasión, pero, abandonada al placer, pocas veces lo conseguía, y yo aún seguía jugando y jugando con mi yema mojada. Es entonces cuando decidía besarla, besarla por primera vez en la noche, meter mi lengua en su boca caliente, en su boca diminuta y apenas sin labios; entonces comprobaba con horror que mi lengua no cabía, que era demasiado grande y que, además, Dora tenía bigote, un fino bigote de largos pelos blancos. Y como era de mañana tú, Paula, ya habías llegado silenciosa y con el alba, nosotros a lo nuestro, no habíamos oído la cerradura, ni la puerta, ni los pasos lentos acercándose por el pasillo, abrías la puerta de la habitación, toda despeinada, ya sin apenas maquillaje, con el rostro desencajado por el cansancio, y encendías la luz y nos encontrabas allí, Dora y yo te mirábamos asustados, casi con horror, otra vez más no por favor, no otra vez, ya estabas harta, muy enfadada, casi colérica levantabas un dedo acusador y me decías “¡pero quieres dejar de una puta vez a la gata! “.
Pero es que me hacía tanto bien…


3 Responses to Something Stupid

  1. Anónimo Says:
    jajajaja, muy bueno ese giro de tuerca al final. Finamente hilvanado tu relato.
  2. Anónimo Says:
    igual si me besan yo que convierto en princesa...
  3. la chica de las biscotelas Says:
    vaya, ha sido tannnnnnnnn gráfico! uff!

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