Ejercicio colectivo: Songs for distigue Lovers

Don’t have to be so sad

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Autor: Jose Urriola


Miro por la ventana mientras cae la nieve. Pero no nieva afuera tanto como adentro. Porque bajo la piel nievo, lluevo, tormento. Me granizo en cubitos que se precipitan hasta el bajo vientre. Del otro lado del vidrio dormita Reykiavik, blanca, helada y triste. Pero nunca tanto como esto que desde el interior me escarcha los huesos. Reykiavik está casi en verano mientras yo aquí me invierno.
Quisiera llegarme hasta el televisor, asestarle dos buenos golpes por el cogote, hasta lograr que tosa, hacer que los cablecitos hagan contacto y vuelva el sonido. Pocas cosas más patéticas que un televisor mudo eternamente encendido, vomitando imágenes que no cesan. De camino podría estirar la mano hasta el mesón de los retratos (qué gente extraña la que se empeña en habitar esas fotos, ya ni sé quiénes son ni por qué siguen allí), podría coger otra cerveza; a lo mejor tengo suerte y queda alguna a medio beber, libre de colillas. Pero me aplastan los veinticinco kilos de sobrepeso concentrados en la panza, se me resienten las rodillas con el esfuerzo de levantar esta humanidad y se me viene a las fosas nasales lo rancio de la mancha de grasa añejada sobre la camiseta. Mejor me quedo aquí sentado. Un rato más, aquí contigo.
Te doy toquecitos con punta de uña contra el cristal de la pecera. Abres la boca, la cierras, subes, bajas, mueves la cola como con ganas de conquistar el océano, das una vuelta dentro de la esfera líquida y cuando te vuelves a topar con mi dedo ya has olvidado de quién es.
Alcanzo, con un esfuerzo que me hace resoplar, el alimento para peces; huele a pescado seco, a gambitas molidas y a saliva de langostinos. Asomo la mano por el hueco de la pecera y te dejo caer por quinta vez en lo que va de noche un poco de comida. Tú comes y cagas. Cagas y comes. Cagas lo que comes y comes lo que cagas, todo a la vez. Nadas hasta el fondo, tomas impulso, asaltas de golpe la hojuela flotante y te la arrastras hasta las profundidades jurándote un cocodrilo del Nilo. Hundo la punta de mi dedo en la superficie del agua y ofrezco lo más blando de la yema. Muerdes, succionas, tiras, te das otra vuelta y por enésima oportunidad en la noche, mientras viajas al fondo y te lanzas con ímpetu en contraataque, ya has olvidado qué cosa es ese dedo y a quién le pertenece. Mi dulce Dora, qué cosa entrañable que eres.
Tomo impulso y me lanzo hacia delante para escabullirme de la tenaza a la que me tiene sometido el sillón. Casi dejo la mitad de la epidermis fundida a los cojines sucios. Crujen la madera y los resortes, la noche islandesa se quiebra con un chillido de astillas amortiguado por copos de nieve. Tomo la pecera, la apoyo contra la panza (que así me pesa menos) y me llego en cuatro pasos rastreros hasta el cuarto de baño. Coloco el tapón a la bañera y la pongo a llenar con agua tibia. Hago un cuenco con ambas manos y cojo a mi Dora.
Sí, cariño, con mucho cuidado de no lastimarte una aleta. Te retuerces, luchas, lanzas dos mordiscos sin dientes a la piel de mis palmas. Cómo se nota que eres mujer. No acabas de llegar a destino cuando te lanzas de un salto al agua de la tina y con un rencor primigenio, infinito, me ves desde abajo. Agitas la cola malhumorada y te zambulles a toda velocidad, furiosa, con ganas de mudarte a otro mar.
Me desvisto lentamente. Lo último que me saco son las medias y con fijación infantil me las llevo hasta la nariz y aspiro hondo, como para medir con mi odorímetro privado qué tan podrido estoy. Y nunca me defraudo. Las dejo caer en el rincón infesto detrás del lavamanos y me sumerjo en la tina.
Calma, Dora. No tienes por qué entrar en pánico. No te voy a aplastar. Nada te va a suceder, sabes bien que soy incapaz de hacerte daño. Eso es, ponte por allá en aquella curva mientras yo me siento en este costado de la bañera. Vale, está bien, me puedes mordisquear los dedos de los pies. Cuidado, cuidado, mira por dónde nadas no te vayas a meter en aguas profundas. Dora, pero qué haces, mujer, cómo me vas a nadar por allí. Oh, vaya, eso se siente bien. Me estás erizando los pelos de la nuca. Pero, Dora, por favor ¿Dónde habrás aprendido tú a hacer eso?
Te vas haciendo grande. Creces y te hinchas y te pones contenta. Yo también. Y las aletas se te van compactando en manos diminutas que de a poco se van estilizando en largos dedos de mujer. La boca se te va volviendo carnosa, coronada por labios golosos que lo van probando todo a su camino. Se te va achicando la aleta dorsal hasta desaparecer en la grieta que separa la curvatura de dos nalgas generosas. Un pedazo de mí desaparece entre los nuevos pliegues de tu bajo vientre. Tus escamas se precipitan al fondo de la tina y una cálida piel rosácea aflora para frotarse contra mi pecho. Abres la boca y se asoma una lengua que con glotonería absoluta se me hunde hasta las amígdalas y luego me recorre la cara para lamerse algunas lágrimas traicioneras que se me han escurrido. Te hundes en mí, me hundo en ti. Nos dejamos hundir los dos, sumergidos en ese líquido nuevo que antes fuera agua tibia pero que ahora hemos condimentado con lágrimas, jugo de escamas, humores calientes, flujos sin nombre que sólo producimos tú y yo en nuestros laboratorios más secretos.
-Ya no tienes que estar tan triste- susurras a mi oído justo en el instante en que me fulmina un orgasmo prodigioso que me disuelve entero al universo.
No me costó, te confesaré mi querida Dora, acostumbrarme de nuevo a respirar en un medio acuoso. Alguna vez supimos todos hacerlo, pero desde que nos sacaron del útero materno lo hemos olvidado. Nunca hemos estado más protegidos ni cómodos que en aquellos meses cuando respirábamos líquido amniótico. Gracias a ti he vuelto a ese espacio de la seguridad. Floto y doy pataditas cortas hasta que me embarga la fatiga y entonces me apetece enrollarme sobre mí mismo para hacerme más chico. Le voy tomando gusto a quedarme dormido mientras ocupo una mano en chuparme el pulgar y la otra en acariciarme la base del cuello. Descubriendo nuevos pliegues, nuevas hendiduras; reencontrándome con eso llamado branquias que también tuvimos alguna vez y que se nos olvidó cómo utilizar.
Desde el otro lado te miro llenar con el agua de la bañera la pecera. Haces un cuenco con las manos y con sumo cuidado me transvasas hasta mi nuevo hogar. Me cargas con casa y todo, y me acurrucas entre tus pechos que se aplastan divinamente contra el cristal (es que así te peso menos).
-Te juro que nunca más tendrás que estar tan triste- prometes mientras me depositas entre los retratos de una gente que creo alguna vez haber conocido; pero que en cada vuelta a la pecera vuelvo a olvidar.
Coges una cerveza, das dos golpes al aparato de televisión hasta que escupe imágenes y sonidos. Te aplastas en el sillón a mirar la nieve caer.


4 Responses to Don’t have to be so sad

  1. Anónimo Says:
    ¿cómo que no? Si es tristísimo!!!
  2. Jose Urriola Says:
    Es verdad, Ana, gracias por tu comentario. Como que quedó triste. Pero la vida en la pecera con mente de pez no debe estar tan mal, a lo mejor ni cabeza tiene para sentirse triste. Y al final uno acaba acostumbrándose a todo.
  3. Anónimo Says:
    la verdad es que sí. Acabamos haci{endonos a todo.
    Felicidades
  4. Anónimo Says:
    me recuerda a algo este cuento... déjame pensar un ratico a ver...

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