Ejercicio colectivo: Songs for distigue Lovers

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Querida Ana,
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ayer conocí su verdadero nombre. Se llama Carlos de Tragamuros y es malagueño ¡Qué alegría, chiquilla!

Yo le llamo más corto para que me haga caso pero su nombre natal tiene la fuerza y nobleza de quienes guardan las fincas, tiene sus ojos y patas torpes.

Le imagino donde nació, rodeado de naranjos y piernas bonitas, resguardado bajo la sombra de cualquier cosa para soportar el calor y espantar a las moscas.

Huele a leche, muerde con saña y es hermoso.
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Querida Ana,

dicen los que saben que el nervio se le pasará cuando crezca hasta tres años. Entonces le llegará la calma, aunque conservará siempre ese porte altivo de los que conocen su sangre pura.

En realidad es mejor, si lo piensas. Así cuando salgamos de paseo por las calles del pueblo, seremos la envidia de todos: de los que miran de frente y de reojo.

Ay, Ana, es tan bonito que me recuerda a todo el mundo.
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Querida Ana,

si le soplo el hocico, lame el aire medio lento, con retraso pero contento y mueve el rabo como para mostrarse.

A pesar de su corta edad es muy avispado. Cuando se sabe guapo -observado- hace tonterías, como dejar que se le caiga el pan duro, poner el culo en pompa y recogerlo luego para tirarlo de nuevo al suelo.

Yo sé que se enamorará algún día y se irá con ella. Es normal. Pero hasta entonces, hasta que él se vaya, lo tengo cerca y le miro largo esos ojos que parece que lo entienden todo.



Querida Ana,

el cachorro come piedras. De ahí su nombre.
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Querida Ana,

me lo llevo de viaje lejos de aquí. Ya no cabemos en casa los dos juntos y he pensado que estaría bien cambiar de aires.

Nos vamos al norte que allí hace más fresquito y hay mucho prado para correr. Yo creo que le va a gustar más, que será más feliz arriba que en la terraza del apartamento.

El cachorro se ha hecho grande pero aún es pequeño. Ya no cabemos.
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Querida Ana,

menos mal que estaban los rusos en el autobús cuando llegué a las cuatro de la mañana. Si no yo no sé cómo hubiera podido meterlo yo sola en el trasportín. Está tan grande y tan fuerte que no puedo con él.

Lo intenté dos veces pero cuando por fin había cerrado las pestañitas, no sé cómo consiguió salirse y comenzó a caminar por encima de todas las maletas del resto del autobús. Como Houdini, el gran Houdini moviendo el rabo.

Menos mal que los rusos bajaron, al verme tan apurada. Porque el autobusero se iba y me dejaba en tierra con la bestia blanca. Menos mal que se bajaron los diez y mientras uno se sentaba encima del trasportín los otros cerraban las pestañitas. Elvis quedó atrapado y sin beso. Supongo que por eso se mantuvo dentro hasta llegar a Asturias.

Lloró todo el camino. Las cinco horas.
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Querida Ana,


Elvis tiene el mundo entero para jugar y es feliz. Yo también.
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Querida Ana,


si a mí me diera resultado su truco…otro gallo cantaría. Pero no me dio, no me da y no me dará nunca por mucho que insista en copiárselo. Ni modo. Que la vida es muy perra a veces.

Él llega ¿no? Y se pone delante de las dos perritas. Él es grande y fuerte y blanco y muy cachorro. Ellas son dos perras viejas de nueve y trece años respectivamente: pequeñas, peludas y sin ninguna gana de nada. Él se las acerca y les mueve el rabo (a las dos a la vez), agacha la cabeza, sube el culo hasta el infinito y se apoya en las dos patas delanteras. Luego pega un salto (doble tirabuzón en el aire) y se deja caer a peso muerto sobre ellas. Las mata y a continuación, siempre, ellas comienzan a ladrarle hasta quedarse afónicas, se le tiran a ambos lados del cuello y le muerden con furia, ladran más y más y más fuerte y, en medio de todo eso, él se las acerca suavecito y les lame la cara con toda la lengua abierta (a las dos a la vez). Las lame bien entre ladridos hasta que les pone el pelo para atrás y de punta. Las lame sin pausa, les deja el morro despejado y lleno de saliva. Luego para, ellas paran, le miran atónitas y despeinadas. Yo le miro atónita y memorizo: ellas ya le quieren de nuevo.

Un rato después (cuando reacciono) me digo: a mí eso no me sale así de bien ni de coña.




Querida Ana,


todas las mañanas cuando me ve es una fiesta. Muchas veces me pregunto cuál será el motivo de tanta alegría porque creo que ayer le reñí demasiado y, sin embargo, no hay rencor: se lanza en picado desde la escalera y me tira al suelo para lamerme a cara completa.

¿Qué será querer así sin esperar sentirse correspondido? ¡Qué libertad, -qué envidia- qué felicidad, mon Dieu!

Y luego, cuando aún no me he recobrado del sabor de esos besos me trae de un viaje todas su pertenencias, incluida la manta sobre la que no duerme pero lleva siempre sosteniéndola de un pico. Y la pelota de baloncesto y la pequeña de tenis, y el nudo mugriento al que le cayó la tromba anoche y él rebozó por el barro luego. Me roza todo eso por las piernas, mientras se le cae alguna cosa y trata de agarrarla de nuevo. Y yo le digo (porque es muy temprano y hay mucho ruido en la cocina, que el pájaro canta altísimo y las perritas arañan la puerta para entrar también):

-Te esperas un momento que me tome la leche.

Entonces se sienta sobre sus patas traseras y desliza ese rabo enorme por el suelo de izquierda a derecha (que es zurdo) en loop, agacha la cabeza, deja que sus orejas cuelguen tanto, haciendo gala de la más grande manipulación jamás vista; y cierra los ojos como si la vida fuera un rollo tremendo -un sinsentido- si yo no quiero jugar con él.

-Vamos, anda- le digo. Sin la leche y sin lavarme la cara -descalza- y todavía en bragas, salimos al prado que moja hasta las rodillas y nos llena de verde las uñas de los pies.

El juego consiste, porque todavía no he conseguido que suelte lo que coge y, por mucho que yo tire, sus dientes son tan fuertes, su mandíbula lo es tanto que ni en cien vidas yo podría sacarle la pelota de la boca. El juego consiste -digo- en tirarle algo que no tiene dentro de la boca y él va a buscar, y cuando se da cuenta de que las dos cosas no le caben, suelta una y agarra la otra. Así yo puedo lanzarle aquella que abandonó y seguir jugando. Si no el juego se acaba tras el primer lanzamiento y recogida de pelota o cosa.

Después de un rato yendo y viniendo, se acerca despacito y me lame las rodillas. Eso significa que ya está, que estuvo divertido pero que ahora tiene sueño. Yo le acaricio el lomo para que sepa que me va bien, que también estoy cansada. Y allí en medio y encima de cualquier parte, mi cachorro consentido ronca.



Querida Ana,


otro de los juegos se asienta en morder cada cosa que se mueva y tenga cerca, sea ésta blanda o dura (no importa). Todo lo que esté en su territorio (es decir, la casa entera) vale. Así, si yo, pongamos por caso, coloco una cortina blanca enorme en el balcón para que cuando haga aire se levante y me roce la espalda..., él decide que es un amigo nuevo y juega a pisarla y a saltar sobre ella hasta que la arranca del sitio para luego convertirla en pedacitos. Si yo, pongamos por caso, me cruzo el prado hasta donde está el tendal para colgar la ropa a que se seque, él se coloca justo detrás de mí y va tirando de la tela que sobresale, dejando un reguero de sábanas, bragas, camisetas y calzoncillos por el camino que, por supuesto, hay que recoger y volver a lavar. Todo menos los calcetines. Calcetines no hay, no existen. Los calcetines no los agarra porque no tenemos ya ni uno. Es inútil tener y querer usarlos para calentarte los pies porque se trata del ingrediente principal, sine qua non la mayoría de sus juegos no tendrían razón de ser.

Te diré, sin embargo, que no siempre es fácil que los consiga porque todos sabemos de su predilección por ellos y hemos decidido dejarlos en sitios inaccesibles para él (pares sueltos). Aunque si un día, pongamos por caso, te levantas temprano se le puede ver caminando de puntillas hacia la salida con la boca llena de algo blando que esconde, dejándola flojita. "Coño, si te quitas los calcetines antes de meterte en la cama, ponlos en lo alto de la estantería. No los dejes nunca en el suelo (te lo he dicho mil veces) porque ahora sí que empieza lo gordo".

Tira de la tela con todas tus fuerzas es el juego que practicamos de lunes a domingo en varios momentos del día (cuando hay calcetines). Yo me acerco cariñosa y le acaricio la cabeza y le digo, "a ver bonito ¿qué tienes ahí?" "Abre, abre la boquita, anda, saca el calcetín". Él la abre un poco y sale la punta pero aprieta los dientes por el talón, fuerte, fuertísimo. Y tú tiras de un lado y dices "suelta, cabrón", a lo que él debe entender "vamos a jugar a ver quién puede más" porque no suelta. Y mueves el brazo, hacia ambos lados, a ver si se le descoloca la mandíbula pero ni por ésas. Entonces, después de dos horas de tirar hasta romper el calcetín, decides sumisa, antes de que lo destroce completo, abrir la nevera, sacar una cereza del cuenco y ponérsela cerca del morro. Ahí sí hay trato, ahí se entiende todo clarito. Él la mira, suelta el calcetín, babea y se zampa la cereza con parte de mi mano.

Luego a esos de las ocho de la tarde ya la he perdonado. Ahí se duerme con la cabeza apoyada sobre mis pies y hace ruiditos. A esa hora nada importa y yo adoro a mi cachorro.



Querida Ana,



tengo un perro al que amo como si fuera mi propia cría salvaje y sé que soy una pesada espantosa, pero tengo que contarte también esto.

Como chocolate después de comer, como (me convenzo) de que hace todo el mundo: dos oncitas o tres a lo sumo mientras leo un rato. Cuando he terminado de comer, lo dejo entrar. Antes nunca porque ya me conozco el percal. El percal es yo comiendo y Elvis echándome el aliento lo más cerca posible hasta que quema, a la vez que deja caer gotazas de saliva sobre el suelo a modo del más cruel de los chantajes; bajando la cabeza en señal de pobre de mí y subiéndola rapidísimo, mientras mueve el rabo, fingiendo (truhán) que se hace ilusiones de que algunas de mis viandas caiga entre sus fauces. Así que ya nunca comemos juntos porque no hay placer.

Entonces él entra en casa, se sube al borde del sillón y se sienta, porque es lo único que sabe hacer en respuesta a una orden o en respuesta a cualquier otra cosa. Él se sienta porque sabe que a la gente le gusta y a veces cae algo rico. Pero como yo ya le tengo calado, sigo leyendo. Luego él se me acerca al morro y lo huele con insistencia. Le huele a chocolate y se le dilatan las pupilas. Huele un poco más y lame el aire porque sabe que si me lame la boca me enfado. Lame el aire y casi mi labio pero no. Mueve las orejas (que no sé cómo coño hace) y desliza el rabo rozando el sillón de derecha a izquierda despacito.

Cuando ve que no hay dónde picar, se baja y se tira en el suelo. Parece que ha desistido en su empeño pero el muy listo sabe: ya ha localizado con su radar dónde está el resto de la tableta. De modo que, tras un ratito de disimulo, cuando cree que yo estoy absorta en la lectura y no presto atención a sus movimientos, se levanta y va de puntillas al mango del sofá (que es donde está el chocolate). En un descuido, lame el aire y lame el chocolate de paso. Yo lo miro atónita. Pone cara de "ay, no me di ni cuenta". Leo de nuevo. Él lame el chocolate de nuevo. Lo miro con furia y me responde con "ya lo chupé (dos veces), a ver ahora quien se lo come...." En un acto de poder, me como su chocolate chupado. En uno de venganza, él vuelve a darle un lametón cada vez que puede hasta que yo me rindo (que al final siempre me rindo) de puro asco y le mando fuera, por malo, sin chocolate ni nada.

Ahora tengo tres tabletas empezadas y resobadas por mi perro que descansan sobre la mesita y no sé qué hacer con ellas. Soy incapaz de tirarlas. Igual me las como.







Querida Ana,


después de que chorreara el quinto escaparate, tirar de la correa y pedir disculpas como un verdadero japonés arrepentido, pienso: no puede quedarle mucho pipí más dentro así que a partir de ahora pasearemos tranquilos, a buen paso (perro y ama) -como el resto de los transeúntes- sin nada que despierte tanto nuestros instintos que no podamos resistir la tentación ni un poco.

Esta tarde salimos a la ciudad porque siempre que paseo sola por el muro se me viene a la mente una futurible imagen idílica de mi perro en la playa, jugando con las olas -feliz- y yo a su lado sonriendo de puro contagio.

Ya tiene dos años (pienso), está más pausado, ha visto más mundo, ya no se emociona tantísimo con todo: ha llegado el momento.

Pero enseguida pasa una señora envuelta en un visón oscuro de pies a cabeza y Elvis se tira a los bajos. Sostengo la correa, él sostiene de su lado hasta alcanzarlo y darle unos buenos mordisquitos ante los ojos atónitos de su dueña. No dura mucho porque luego ve a un perro (prefiere un perro antes que cualquier otra cosa en el mundo menos los gatos) y se lanza hacia él en zigzag. Pido perdón, pierdo el norte y suelto. Cuando recobro mi equilibrio y miro veo a dos pequineses vestidos con chubasqueros amarillos: Elvis les lame por encima. El dueño se aparta. Pido perdón.

Lo agarro fuerte y recojo cuerda para obligarle a caminar a mi paso en mi dirección. Yo soy el líder de la manada. Pero entonces empieza a hacer esos ruiditos roncos altísimos con la garganta. Parece que le estoy asfixiando a posta. Carraspea mientras simula que no puede respirar delante del mundo y sube a tope el volumen. Pone su cara de pena adorable, baja el rabo y hace que le cuesta avanzar. La gente me mira como si le estuviera matando. Soy una desalmada torturadora de labradores blancos indefensos que no merece la vida.Sin embrago insisto en llevarlo así porque sé que es mentira, que mi perro es un cuentista, un teatrero y que ya se cansará. No se cansa y empieza toser: porque los perros tosen ¿eh? Mi perro tose. Tose entre un quejido y un llanto asmático. Le suelto.

No aguanto más y suelto cuerda. En ese momento, él sale disparado, mueve el rabo en señal de victoria y se entrega a oler culos varios sin pudor. Les huele a los que esperan en el paso de cebra, a los que me juzgaban por mi crueldad, se lo huele a los perros, a las mujeres guapas, a las feas, a todo el que pasea una tarde de invierno por Gijón.

Come chicles mascados, rescata tesoros del suelo y los suelta al segundo, va 3km por delante de mí.

Sigue orinando en cada esquina que se le atoja, contra los árboles, las farolas, los setos; orina a otros perros, de ese modo marca su territorio que es ancho, infinito. Sin ninguna duda mucho, muchísimo más grande que el mío.
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Querida Ana,


me gusta Elvis. Me gusta Elvis porque no tiene miedo a lo que no conoce: se acerca a las cosas, a los perros y a las personas con generosidad y virtud. Les mueve el rabo, se agacha y pone el morro en el suelo y el culo en pompa. Les pide juego. A lo que se mueve, mi Elvis le pide juego.
Si es un gato hay persecución, llanto y vacío. Si el gato se sube al tejado, él gime desde abajo porque se acabó (y punto) pero a los cinco minutos ya está oliendo el prado y haciendo hoyos. Su mala memoria le salva y le hace feliz. Su mala memoria me hace feliz a mí.Me gusta Elvis porque es el único que no ladra si no hay por qué. Incluso ni ladra si hay por qué y, en vez de eso, se tira boca arriba en el suelo para que el ladrón le rasque la barriga. Me gusta porque es hermoso y tiene un remolino de pelo blanco rizado en el lomo.

Trae ratas y babosas del río todo contento y me las muestra como si fueran tesoros: eso me gusta.Me gusta que se coma la nieve, que tiemble cuando duerme, que se le pase si le acaricio, que resople... Me gusta que sea el líder de la manada en la montaña: que allí sí ladre valiente y atrevido.Me gusta que cuando llego a casa siempre esté al fondo, detrás de la verja, sentado y atento. Guarda.Me gusta que si un día entro diez veces por la puerta, las diez haya fiesta.
Me gusta mi relación animal. Es mucho.
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Querida Ana,

cuando se ha dormido a deshora, se despierta de golpe, pega un salto y me busca. Si me encuentra, se vuelve a dormir agustísimo encima de mis piernas, con sus cincuenta kilos encima de mis piernas.
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Mi querida Ana,

ayer le reñí porque se portó malísimo. Llovía a cántaros, le eché de casa y seguí riñéndole desde la puerta.

Cuando volví al sofá y miré por la ventana, lo vi de pie, petrificado, en la misma posición que lo había dejado dos minutos antes: a cuatro patas bajo la lluvia, mirando al vacío, sorprendido.

Nunca entiende por qué le riño si él me quiere tanto. Yo a veces tampoco.
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Querida Ana,

Ayer tuvo su primer ataque epiléptico.

Mierda.


One Response to “ ”

  1. Anonymous Says:
    pero no pienso decirte quien soy. Nunca.

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